Relatos de Ana Sarrías

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OBSESIÓN

Era una flor tomando café. Siempre en la misma mesa, junto al ventanal.  El jardinero,  sentando en el extremo opuesto del  local,  no podía dejar de mirarla.  Desde ese infinito se preguntaba cómo habría de hablarse a una flor. En realidad él sólo sabía cuidarlas. Siempre le había bastado con eso. Ahora, sin embargo, algo había cambiado. La sola perfección de saber que existía no era suficiente.  Pensaba en ella a todas horas. Apenas podía respirar. Tenía que decírselo. Especuló entonces con la idea de  rodearse de flores.  Quizás así podría aprender la poesía necesaria.  De modo que, en cuanto llegó la primavera, las plantó por todas partes.  Cuando ya no quedaba ni un hueco en el jardín empezó con la casa.  Plantó espliego en el felpudo de la entrada, margaritas en las orillas del pasillo, dalias en la ventana de la cocina y romero en los anaqueles de la biblioteca.  No consiguió averiguar nada de utilidad.  Pero la flor seguía en su pensamiento  de un modo tan pertinaz,  le dolía en sus adentros de manera tan  violenta, que continuó con su labor. Al comienzo del verano dispuso macizos de violetas por todo el litoral de   la bañera y alzó una hermosísima pérgola de buganvillas bajo la que colocó el sofá de la sala. Todo fue en vano. Con el solsticio de invierno  terminó una zanja alrededor de la cama.  La rellenó con tierra negra y fértil y la pobló con crisantemos y astromelias.  Esa noche por fin, la casa se agitó con  un suave murmullo. Él soñó con las palabras convenientes.  Con los silencios exactos.  Por la mañana  partió a su encuentro.  Pero ella  ya no estaba junto al ventanal.  No supo esperar al jardinero taciturno.  Se mudó a Saint Rémy de Provence con un apicultor.  Un hombre que besaba a las flores como sólo una abeja sabe hacerlo.

 

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LOCURA

Para convencerle de que vuelva a casa ha tirado la jaula al contenedor, ha subido el termostato de la calefacción y ha pintado en las paredes un jardín francés con un delicado estanque rodeado de cardos y eneldos. Se ha cosido a la espalda unas alas ligeras y después de tres días practicando, esta mañana, por fin, ha partido en su busca.  Según sus cálculos su pequeño jilguero no habrá alcanzado aún el Estrecho.  Menos mal, piensa.  En estos cursillos exprés no enseñan a volar con vientos de poniente de hasta cuarenta nudos.

 

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SOLIDARIDAD

Un día él también fue un hombre triste. Así que cuando la ve marchitarse no duda en entregarle sus tesoros más preciados: su sombrero panameño y su brújula. Entonces, con el sombrero puesto un poco de lado y la brújula junto a su pecho, ella olvida esa pena suya tan antigua y prueba otros caminos. A veces durante días. Y a su regreso se emociona al oírle hablar de lugares extraordinarios que él ahora conoce bien. De allí donde el alma casi no pesa. Donde el recuerdo no es una sombra, ni soñar es un abismo.

 

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REBELDÍA

Ya no hace falta podar las ramas del viejo nogal. Ya no importa que caigan un poco descuidadas sobre el frío banco de piedra.  El barquillero no volverá.

La gente  todavía murmura en el parque y las palomas revolotean confusas alrededor de su ausencia. Pero a veces las cosas son así.

Miguel era Violeta y nadie lo sabía.  Nadie conocía los desfiladeros de su soledad.  El tenaz asedio de sus insomnios.  Ni aquel viaje al Este, durante el pasado invierno, para reconciliar por fin el atlas de su cuerpo con el de su alma.  Nadie reparó en nada a su vuelta.  Pero él sabía que llevaba todos los destellos del Bósforo bordados a mano en sus cicatrices.

Después de aquello le torturaba el seguir escondiéndose bajo  la chaquetilla blanca y la gorra de marinero. No  le sentaban nada bien. Así que una tarde del pasado Abril se desnudó  ante sus parroquianos sin mediar palabra.  Dejó allí abandonados su canastillo y su tambor de ruleta y se despidió de todos haciendo una profunda reverencia.  Se fue caminando descalza por los parterres, silbando una pequeña melodía con las manos unidas detrás de la espalda, como si nada malo pudiera ya sucederle.  De vez en cuando se detenía para abrazar un castaño de indias, una sequoya o un magnífico cedro, en una breve ceremonia de la que sólo ella conocía el significado. Y así, poco a poco, fue perdiéndose en la espesura.  Su delicado silbido quedó prendido en el aire mucho después de que se hubiera disipado en la noche el resplandor del lubricán.

Dicen que ahora es trapecista en un circo Ruso. Y que el maillot de lentejuelas le sienta como un guante.

 

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SEXO

Cuando la sala quedó por fin vacía, apagó las luces. Según él  había calculado tenía quince minutos hasta que le echaran en falta.  Era poco tiempo, pero ella era una Diosa al fin y al cabo. Así que  Lucca Vancini, el nuevo vigilante de seguridad de la sala 10 de la Galeria Uffizi, se desnudó.  Cogió la botella de Chianti y las dos copas que había tenido escondidas toda la tarde y se dirigió a  la bancada frente al cuadro. Llenó las copas hasta donde marcan las buenas costumbres, bebió de la suya y esperó.  Esperó poco.  Venus llevaba dos días siendo objeto de la mirada intrépida y voluptuosa de aquel hombre tan hermoso.  Ordenó a Céfiro y a Aura que la hiciesen llegar por fin a tierra firme.  Rehusó el manto floral que la ninfa primavera llevaba siglos ofreciéndole desde la orilla y  bajó de su concha y también del lienzo.  Caminó hacia él bellísima y lánguida.  Al llegar, apoyó una rodilla en el banco y echó suavemente la cabeza hacia atrás para retirase el pelo del rostro, en un gesto que hizo enloquecer a Lucca Vancini.  La tomó por la cintura y besando sus pechos de leche la giró con cierta violencia hasta acostarla frente a sí.  Ella prendió su cuello con las dos manos y acercó su rostro al suyo.  Realmente aquel ser era una criatura sublime.  Sus ojos grises contenían una substancia indomable que no solía pertenecer a los mortales y sus nostalgias.  Eso la hizo sonreír antes de deslizar  su mano entre sus piernas para conducirlo al  desmayo.

Lo fue a dejar allí, tendido en su sueño, como una luz  derramada. Pero aún volvió sobre sus pasos para besar la última gota de vino que había quedado prendida en los labios de su amante.

-Este Boticcelli pintaba pelirrojas increíbles, trataba de  explicar después Lucca Vancini a los gendarmes.  

Pero ellos no le prestaban atención.  No eran capaces de comprender  a dónde conducían esas huellas plantares de mujer que nacían y morían bajo el cuadro.

 

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AÑORANZA

Se pone escrupulosamente los guantes tal y como ordena el cartel al lado de la báscula y luego se dirige hasta el cajón de los melocotones de Calanda.  Allí se entretiene en acariciarlos y sopesarlos.  Siempre le parece que ese va a ser el día.  Pero nunca encuentra un par   con el calibre exacto que tenían los maravillosos pechos de Emma.

 

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MATRIMONIO DE CONVENIENCIA

No fue que faltara  cariño ni buena voluntad.  No fue el miedo al futuro ni aquellas costumbres tan diferentes.  Fue la lluvia.  El cielo plomizo que lo cubrió todo desde mediados de Octubre. Toda esa lluvia que trajo consigo y que le fue marchitando.  Esa luz tan frágil y ese horizonte baldío más allá de las ventanas de la casa  pudo  al final mucho más que su lujosa vida de mantenido.  Ya no se sentía de ningún modo hermoso.

Al final de Noviembre, cuando los árboles se convirtieron en  fantasmas anclados en sus minúsculas parcelas,  Abdoulaye decidió regresar.  Una tarde guardó en un cajón de la cómoda la alianza de oro, encendió un palito de incienso en señal de respeto y dejó escrita una nota que significaba: “siento mucho no haber podido llenar tu casa de alegría. No haber ahuyentado tu soledad”. Abandonó  a aquella viuda generosa y sensible y cruzó el país  de vuelta al sur, en busca del rostro de todos aquellos que allí, tan lejos, aún pronunciaban su nombre.

Ella lloró un poco.  Luego  trató de comprender.  Y en primavera, cuando la ciudad se llenó de luz y los árboles recuperaron su espesura,  advirtió  la curiosa presencia de un flamenco rosa en la azotea del edificio de enfrente.  Supuso que Abdoulaye, desde todo su azul, a veces todavía pensaba en ella.

 

POLÍTICA

Durante todo el año, el mago recorría la comarca con su camioneta desvencijada.  Instalaba su minúsculo escenario en las plazas de los pueblos y anunciaba su espectáculo con una música que iba hechizando lentamente el alma de los vecinos.  Éstos se arremolinaban con cierta ceremonia frente al decorado y guardaban silencio hasta que el mago deslizaba el cortinaje y hacía su aparición ejecutando una profunda reverencia.  Entonces todo el mundo aplaudía con nerviosismo y lanzaba vítores a aquel hombre que les mentía con las manos y les hacía tan felices.  

Fue por desamor. Eso contaban quienes bien le conocieron.  La vieja camioneta ya no circuló más por aquellos caminos.  El mago se retiró.  Se inscribió en la universidad a un máster de oratoria en el que aprendió a  hacer sortilegios exquisitos también con las palabras. Toda esa magia en su poder hizo que alcanzara la presidencia del país en muy poco tiempo.  Y en un último número de gracia después de la investidura, convirtió la comarca en un lugar invisible.

 

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TOLERANCIA

Cuando él empezó a roncar, ella no quiso de ningún modo ponerle remedio. Porque después de observarle largamente concluyó que si su boca pronunciaba ese grave lamento no era sino para ahuyentar la oculta fatiga de las horas. Si gruñía desde el horizonte de su sueño era sólo para menguar la invisible angustia de vivir hasta hacerla soportable. Consideró sagrada esa tarea y en lugar de confesarle sus ronquidos se apuntó a un curso nocturno de violín que impartía un armenio insomne a sólo dos manzanas de donde vivían.

Cuando a ella le dio por esa extravagancia de las clases nocturnas de violín, él no quiso de ningún modo ponerle remedio. Porque después de meditarlo largamente concluyó que el regreso a la infancia y a la música la embellecía sobremanera y la hacía más feliz. De modo que en lugar de quejarse por el escandaloso ir y venir de escalas cromáticas y diatónicas a lo largo de toda la tarde, se apuntó a un curso de yoga para adultos en un local bañado en nubes de incienso a sólo cinco minutos a pie de donde vivían.

Cuando gracias al yoga él dejó de roncar, ya era demasiado tarde. Ella sabía pronunciar sin acento el nombre de su maestro –Vramshibouh, murmuraba- y él deslizaba su arco por el puente de su espalda como nadie lo había hecho hasta entonces.

 

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VIVALDI

Se levantó de la hamaca y se fue corriendo por la arena para detener todos los relojes del mundo.  Tenía que ser siempre  verano.  Este instante de este verano.  Así  que atravesó murallas y ciudades para impedir que llegara el Otoño, con su  luz que retrocede, con su lluvia sombría.  Se apresuró para desterrar el viento de Noviembre, ése que tenía la costumbre de arremolinar bajo su ventana las ruinas de todos sus sueños.  Corrió infatigable por campos y  arboledas para extinguir los Inviernos.  Ya nunca más nevaría sobre los tejados.  Nunca más se posaría sobre el tilo del jardín esa niebla tupida que nada sabía de amaneceres.  Voló sin descanso por senderos y recodos para sofocar todas las primaveras, su promesa de luz interminable, su profunda melancolía. Ya no harían falta golondrinas, ni almendros en flor.   Sería siempre verano.  Este instante de este verano.  Una moviola infinita de un sólo fotograma.  Quizás dos. Tres a la sumo. Las olas.  Ese velero blanquísimo en el horizonte.  Y  la gotita de mar que desciende en esta hora, en estas cuatro de la tarde eternas, por el inolvidable escote de Clara.

 

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CORTESÍA

El siempre esperaba en secreto a que ella apagara la luz para irse a dormir.  

Pero aquella noche  la joven se acercó a la ventana y se quedó allí quieta,  sosteniendo una hoja  en la que parecía haber algo escrito.

Él ajustó los prismáticos con manos temblorosas y leyó:  

“Ande, acuéstese.  Estoy leyendo un libro que no puedo dejar a medias.”

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